La fantasía de los glaciares ocupando el horizonte del océano congelado. Isletas invadidas de pinos cubiertos del azúcar glas típicos del paisaje helado. La fauna imposibles de ver en la línea cercana al Ecuador: los simpáticos frailecillos chapoteando en las gélidas aguas, los enormes alces atravesando las carreteras, al bosque y a la niebla. Era lo que mis padres habían deseado conocer, ver y sentir: el viaje de sus sueños. Que nos habían compartido a mi hermana mayor y a mí, cuando teníamos 18 y 16 años.
Un año para Alaska.
Planear un viaje no es tarea fácil, sobre todo si se trata de un viaje familiar. La tarea se hace más ardua cuando la responsabilidad sobre la economía y en las comodidades se extiende más allá del propio pellejo. Sin embargo mis padres (con recién medio siglo cumplido de edad) estaban muy entusiasmados con el viaje que asaltaba su almohada cada noche: un viaje en crucero desde Alaska a Vancouver, Canadá.
Como grandes estrategas la planeación se extendió por más de un año, al grado de que los ingresos se dividieron en dos partes: por un lado mi padre (diseñador gráfico egresado de la UAM Azcapotzalco que trabajó por más de veinte años en Petróleos Mexicanos) se esforzó por cubrir todos los gastos propios de la manutención de una familia de cuatro integrantes más mascotas (dos perros pequineses y dos tortugas japonesas de orejas rojas) para poder ahorrar, sin que la cartera sufriera, los ingresos totales de poco más de un año por parte de mi madre (psicoterapeuta de escuela gestaltista) dedicando únicamente sus ganancias al futuro viaje rumbo a la última frontera americana. Lo que ganaba mi madre era puntualmente depositado en la alcancía tradicional: el cochino banco.
El trabajo fue duro pero no sacrificado, puesto que la ilusión de cumplir una meta y un sueño alimentaba las ganas de seguir esforzándose por parte de mis padres. Por otro lado mi hermana y yo, como jóvenes cómodos y acomodados de la clase media mexicana, simplemente esperamos a que el momento llegara, aguardando con cierta impaciencia, como quién espera a que un pastel salga del horno, a que el viaje estuviera por fin listo.
Llegó el momento, después de la investigación y reinvestigación para comparar precios, itinerarios, vuelos y sus escalas, decidió el matrimonio lleno de expectativas y según los ingresos alcanzados adquirir un plan de viaje en los cruceros Carnival. El viaje iniciaría desde la parte más fría, Alaska, hasta la ciudad de Vancouver con un calor propio de un puerto costero en verano. Nuestro viaje iniciaría el tres de Julio del año 2007.
El viaje: más divertido que el destino...
Aunque no era la primera vez que viajábamos en avión, teníamos un buen rato de no hacerlo. Personalmente no recordaba con cuánto tiempo de anticipación hay que llegar al Aeropuerto Internacional del a Ciudad de México; ni tampoco cuánto hay que optimizar el equipaje (el menor número de maletas para evitar documentarlo y poder llevarlo en la cabina, eliminando la posibilidad de que éste tomara un vuelo distinto al nuestro); tampoco recordaba la leve sensación de dejar el estómago atrás al despegar el avión. Dejamos suelo mexicano a las 5:00pm aproximadamente.
Para mi hermana y para mí resultaba divertido pelearnos por ver quién ganaba la ventana, observar las nubes pasar es algo digno de recomendarse. Parecíamos niños, estábamos contentos y nos reíamos de nuestras ocurrencias sin importar las miradas de nuestros compañeros de tripulación. No nos preocupó el indagar si disfrutaban al mismo grado que nosotros nuestros padres, si entendían el inglés de las aeromozas o del piloto a través del altavoz. Aunque ya no éramos unos pequeños sabíamos que nuestros padres estaban a poca distancia de nosotros (¡y cómo no iba a ser! para entrar a un avión hay que hacerlo con calzador), confiábamos ciegamente en que estando ellos a unos pasos nada malo podía pasar ¡qué inconciencia de nuestra parte!
Dada la distancia que tendríamos que viajar, nuestro avión hizo escala en el aeropuerto de Dallas- Fort Worth, Texas. Después de tres horas de vuelo aproximadas, mi hermana y yo nos entretuvimos paseando por la hermosa Terminal, mientras aguardaban nuestros padres el siguiente vuelo pacientemente sentados o ¿nerviosamente asustados?.
A mi hermana y a mí nos llamó la atención como fuera de lo déspota de los agentes de inmigración, todos las personas que atendían las tiendas en la Terminal poco o mucho hablaban español. La diversidad cultural y étnica se denotaba en toda la gente que caminaba de un lado a otro. Nos maravillábamos con las máquinas servidoras, parecidos a las de dulces pero de lap tops, celulares y cámaras fotográficas. En resumen: las casi dos horas para abordar el avión se nos pasaron volando.
Volar de noche no es de lo más interesante. Después de despegar y disfrutar un rato de las luces de la ciudad que se dejan atrás, el espectáculo de la ventana se acaba, se apaga. La oscuridad invade el espacio y el avión parece que está sumergido en el fondo del mar mas que volando a kilómetros de altura. Mientras las risas de las aeromozas en la parte posterior del avión contrastaban con los ronquidos y los silencios de los cansados viajeros, nosotros jugábamos baraja y mis padres descansaban. Fue nuestra última noche oscura en varios días, nos acercábamos a Alaska.
Al llegar al Aeropuerto de Ancorage una luz pálida inundaba toda la ciudad. Camino al hotel donde nos hospedaríamos por una noche, nos percatamos que era de madrugada y seguía habiendo luz. Entre más se aleja uno de la línea del Ecuador las noches o los días (dependiendo de la estación) duran muchísimas horas más. Como viajamos en verano a nosotros nos tocó disfrutar de días interminables. Así que recorrimos las cortinas de nuestra habitación, nos ocultamos de la luz y descansamos aquella madrugada brillante de tantas horas de vuelo.
Alaska, frío recibimiento.
La tranquilidad de nuestro viaje terminó la mañana del cuatro de julio. Nos dirigimos a un edificio propiedad de la compañía de cruceros, servía de punto de reunión donde nos recogería el autobús que nos llevaría al barco más tarde. Llegamos varias horas antes de la hora marcada en que se supone que pasaría nuestro camión: las dos de la tarde.
Mientras mi madre, mi hermana y yo esperábamos en una salita en dicho lugar, mi padre se acercó a una empleada de la empresa de cruceros que estaba sentada tras un escritorio. Quería verificar que estuviéramos en el lugar correcto y a tiempo... Así era aparentemente. Cuándo él regresó para informarnos que sólo era cuestión de esperar cómodamente sentados por nuestro transporte, nos propuso que fuéramos al Museo de la Ciudad que estaba a unas cuadras del punto de reunión. Normalmente yo habría aceptado, disfruto de “pueblear” y de apreciar museos de historia y de arte, sobre todo en un lugar tan alejado había que aprovechar nuestra pequeña escala en Ancorage; pero era tal nuestro agotamiento por el viaje en avión del día anterior que preferimos esperar sentados. Quedamos en cuidar el equipaje de mi papá en lo que el salía a pasear. –Ahorita regreso – dijo. No quedó en volver a una hora específica porque quedaba tiempo, mucho tiempo.
Avanzaban los minutos. Mientras platicábamos mi madre, mi hermana y yo sobre el vuelo del día anterior, mi mamá se percató de que empezaban a llegar autobuses de la compañía de cruceros. La gente que junto con nosotros estaba sentada o paseando por el lugar, poco a poco iba tomando su equipaje y acercándose a los camiones de pasajeros, abordaban y partían.
Pero no podía ser ese... ni ese otro nuestro camión. Mi padre nos había explicado antes de irse al museo que faltaban horas para que llegara el nuestro, muchas horas. Él había ido a preguntar personalmente y confiábamos en su palabra. Entonces seguimos esperando. Vimos a la gente partir tranquilamente en esos autobuses rojos y dejarnos solos.
Después de más de una hora sentados esperando, mi madre se empezó a preocupar. La sala estaba casi vacía a comparación de cuando llegamos y mi padre no regresaba. ¿A qué hora llegaba nuestro camión? Fue entonces que mi madre nos pidió que esperáramos junto con el equipaje mientras ella iba a confirmar nuestra hora de salida... Regresó casi corriendo, pálida.
–¡Teníamos que haber salido hace casi dos horas! – dijo, entre asustada y desconcertada.
– Su papá entendió mal, confundió el camión que va al barco con el que viene del allá, ¡si no nos vamos ahorita perderemos el crucero! – se desató el drama.
El Dilema.
Una señora que trabajaba para la compañía de cruceros acompañaba a mi madre, nos decía que teníamos que tomar un taxi e irnos en ese instante, el último autobús ya había salido y no teníamos más tiempo que perder. Nos decía que contactáramos a mi padre para irnos lo más pronto posible pero ¿cómo lo íbamos a hacer? Nuestros teléfonos celulares eran inservibles en Estados Unidos y peor aún en Alaska; no teníamos la menor idea de dónde estaba el museo al que había ido; no sabíamos ni siquiera si él seguía ahí o ya venía de regreso al punto de reunión; lo peor: en su equipaje estaba su pasaporte y visa americana, sin ellos no podría alcanzarnos al barco por sí mismo (dónde te piden documentación como en cualquier oficina de inmigración) y tampoco podría viajar de regreso a Dallas ni a México en el peor de los casos.
– ¡Vámonos niños! – nos dijo mi madre, – Vámonos, algo se le ocurrirá a tu padre, no podemos perder el barco, no podemos perder tres lugares por error de uno – dijo.
–Pero ¿trae dinero mi papá?; ¿qué va a hacer sin su pasaporte?; ¿cómo va a saber dónde estamos sin celular?; ¿va a saber que el barco está ya por zarpar?; ¿va a saber que nos fuimos al puerto o va a creer que estamos paseando por la ciudad?. ¡No podemos dejar a mí papá aquí mamá! – Mi hermana, mi madre y yo estábamos histéricos, la señora que nos apoyaba no podía concebir la decisión de dejar a mi padre a la deriva en Ancorage, le ofreció a mi madre llevarnos en su propio coche, buscar a mi padre para salir disparados inmediatamente después rumbo al puerto... si es que alcanzábamos a llegar al barco. Que ya no era muy probable, había que tomar carretera.
Estábamos subiéndonos al coche cuando apareció mi padre doblando la esquina casi de milagro, sin el menor indicio en su cara de saber el drama que estábamos viviendo, ignoraba que había entendido mal el inglés, que estábamos por perder el producto de más de un año entero de trabajo, que estaba toda la familia histérica por un error aparentemente minúsculo y por nuestra misma histeria no había tiempo ni ganas de explicarle qué era lo que estaba sucediendo.
Así como de milagro llegó mi padre en el último momento, nos anunció la señora del crucero que le acababan de avisar por radio que un grupo de pasajeros había tenido un retrazo en su vuelo, un último camión los estaba esperando en el aeropuerto para de ahí llevarlos directamente al puerto. Teníamos que alcanzar a ese camión o habíamos perdido nuestro viaje.
Salimos del automóvil. Le agradecimos infinita y brevemente la ayuda a esa bendita y anónima señora, conseguimos un taxi en un día tan muerto como es el Día de la Independencia norteamericana y salimos rumbo al aeropuerto.
El Drama.
Fue el viaje en taxi más largo, angustioso y horrible de mi vida. Mi padre estaba sentado en el asiento del copiloto, se mantenía en un silencio tenso, no estaba enterado de todo el estrés que habíamos pasado hace unos instantes, mientas que mi hermana y yo sentados en el asiento trasero rodeábamos a mi madre que estaba en medio de nosotros, ella estaba hundida en lágrimas y en un llanto de desesperación y tristeza extrema. Nunca he visto llorar a mi madre como aquel día, nunca he temblado tanto como aquel día, nunca he sentido la angustia como la que sentí ese día. Ha sido uno de los peores días de mi vida.
El ambiente era tan pesado que el taxista no nos dijo nada ni nosotros nos fijamos en el paisaje helado que adornaba la vista, en el contraste verde y blanco que nos rodeaba mientras avanzábamos por la ciudad, sólo cruzábamos los dedos para llegar a tiempo y poder volver a respirar.
Casi como en una coreografía, nuestro taxi llegó cuando estaban abordando los turistas rezagados del aeropuerto. Le pagamos apresuradamente al chofer y brincamos del taxi al interior del camión. ¡Lo habíamos logrado, habíamos llegado! Tras una serie de minutos que no recuerdo cuántos fueron llegamos al inmenso barco rojo y blanco, después de abordar nuestro grupo cerraron las compuertas a nuestras espaldas y el barco zarpó.
Parecerá un evento no tan trascendente; pero el shock nos duró varios días, la tensión había hecho estragos en nosotros. Mi madre no se recuperó de la impresión que significó saber que casi perdió el viaje de sus sueños por no entender el inglés, al grado que cada vez que sonaba el megáfono del barco mi mamá ponía una cara casi de horror y nos preguntaba a mi hermana y a mí – ¿Qué dijeron? ¿Qué dijeron? –
El viaje en crucero abarcó a la ciudad de Sitka, Seward, Juneau, Skaway, Ketchikan a lo largo de una semana. En cada ciudad a la que llegábamos el barco paraba y bajábamos a conocer y pasear pero sin perder de vista al barco, revisábamos el reloj cada instante, no queríamos vivir ese horrible drama de nuevo. Así fue nuestro viaje de poco más de siete días en barco que concluiría en Vancouver, dónde en el calor de aquella bellísima ciudad descansamos del estrés alaskeño sólo un día, para emprender el vuelo de regreso a Dallas y de ahí a México D.F. ¡Lindas Vacaciones!
Mi madre y yo.
En el segundo día a bordo del barco, durante la madrugada sonó el altavoz del capitán invitando a toda la tripulación a ir al comedor. No comprendimos de momento cuál era el motivo; pero sabíamos que había que ir, era lo que escasamente habíamos entendido.
Mi hermana dijo que tenía demasiado sueño y no quiso levantarse, mi padre tampoco quiso separarse del camarote. Sólo mi madre y yo nos vestimos rápidamente y subimos los tres pisos desde nuestra habitación al comedor y descubrimos: la convocatoria era para un simulacro en caso de accidente en mar abierto.
Se nos informó que el simulacro era de carácter obligatorio, que teníamos que hacer caso de las indicaciones al pie de la letra, se nos iba a asignar en ese momento nuestra ruta de evacuación y nuestro barco salvavidas. Yo le iba traduciendo las indicaciones a mi madre mientras ella negaba con la cabeza lamentándose molesta, de que su esposo e hija nuevamente por falta de conciencia y de comprensión del idioma no estaban ahí presentes con nosotros.
Bajábamos las escaleras con nuestro salvavidas al cuello, escuchando la contradicción de que no corriéramos ni nos empujáramos; pero que teníamos escasos minutos para llegar a nuestro barco que nos salvaría la vida en caso de una tragedia. Mi madre que sufría de un problema en las piernas y rodillas (una dolencia al subir y bajar escaleras) me dijo: –¿te das cuenta hijo de que si este simulacro fuera en verdad un accidente, por la inconciencia de tu papá y hermana y mi problema de piernas, tendrías que dejarme aquí y salvarte tú?. En menos de media hora ya habrías perdido a toda tu familia...–
Ese viaje me dejó marcado, no por ver los paisajes helados, la fauna de Alaska ni la diversidad cultural y étnica. En ese viaje comprendí que me debía de hacer responsable de mí mismo todo el tiempo sin bajar la guardia. Que la familia es un equipo que debe de ser empático con todos sus miembros y debe cuidar de ellos siempre que fuera posible; pero en el peor de los casos y de no tener opción, yo era sólo un individuo y debía aprender a abandonarlos y seguir adelante, seguir mi camino. Nunca olvidaré mis últimas vacaciones familiares (porque nunca más volvimos a salir juntos), nunca olvidaré a Alaska.